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Diciembre 2019 / No. 691   Mitt

Los aromas del cosmos

Todo huele, eso es cierto, en particular el espacio exterior.

 

Como todos sabemos, es imposible respirar en el espacio, por lo que nunca podríamos abrir la escafandra de nuestro traje espacial para percibir el olor del universo. 

Todo huele, eso es cierto, en particular el espacio exterior. En efecto, algunos astronautas de la Estación Espacial Internacional, la ISS, aseguran que el olor les resulta familiar: un olor parecido al de la barbacoa, o al que despiden varios productos como el diésel o el alquitrán.

Cuando dirigimos las sondas al cosmos profundo, es posible evocar más aromas; y es que, con tanta molécula suelta, huele a nuez, a carne chamuscada, a frenos quemados, a galletas de almendra carbonizada…

¿Y cómo sabemos qué moléculas flotan entre planetas y galaxias?

Por supuesto, nadie ha estado parado en un asteroide baldío para oler desde ahí el gas estelar. En vez de eso, se usa radiación, como la infrarroja, por ejemplo. Los investigadores emplean una variedad de métodos; uno de ellos es la espectroscopía, que les permite trazar el perfil molecular de una nube de materia estelar y analizar la luz que rebota en las moléculas de las atmósferas planetarias.

De ese modo comparan las “huellas de luz” únicas de los elementos que ya conocemos, y con eso es posible saber, por ejemplo, qué gases contiene y qué cantidad hay en la atmósfera de un determinado planeta. A lo mejor algún día alguien logrará confirmarlo en persona, con su nariz; pero por ahora el espacio todavía queda muy lejos como para olerlo de frente, sin el auxilio de los telescopios.

Huele a podrido

Scott Kelly, un astronauta que ha roto récords de permanencia en el espacio, con diez expediciones espaciales en su haber, comentó que “el espacio huele a metal ardiendo, algo como el aroma que queda en la pista después de un grand prix”; y, según la ciencia, tiene toda la razón.

Otros cosmonautas opinan que el espacio huele a una mezcla “de calcetines sucios, huevos podridos y chuleta ahumada”; de hecho, según Kelly, “los aromas pueden ser diferentes, dependiendo de en qué parte de la ISS se encuentre uno; el olor del espacio puede variar, desde basura acumulada hasta azufre sofocante”.

Ahora se sabe que la fuente de ese hedor proviene de las estrellas que están por apagarse, las cuales despiden durante el proceso una cauda de hidrocarburos aromáticos policíclicos, los HAP, que son los responsables de esa hediondez. Estas moléculas pululan por todo el universo, y, al parecer, incluso tienen mucho que ver con el origen de la vida en la Tierra, ya que pueden hallarse en algunos alimentos, en el aceite y en el carbón.

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En el espacio próximo, los planetas rocosos son fétidos, como Mercurio, que huele a sal combinada con una sensación metálica.

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Venus huele horrible, a huevos podridos, a causa de su dióxido de azufre; la Tierra huele a todo, a lo apestoso y a lo sublime; en la Luna huele a carbón y a pólvora quemada; Marte despide un olor áspero y penetrante a huevos podridos.

En el espacio remoto, en cambio, hay olores que van desde la fragancia de una fruta hasta el nauseabundo olor de lo echado a perder. Hacia el centro de la galaxia huele a etil-formiato, sustancia que, si la comparamos con su composición química en la Tierra, nos recuerda el olor de las frambuesas y… del ron.

Huele a gas

Si mandáramos una sonda a una de las gigantescas nubes estelares, quizás le llegaría un tufo peculiar. No hay que olvidar que lo que más abunda en el universo es el gas. “La cantidad de materiales que encontramos en el espacio es muy grande. Pero, sorprendentemente, no es tan variada como podría pensarse.”

De hecho, las galaxias se forman a partir de enormes cúmulos, conocidos como nubes de gas molecular, donde se concentra una densa cantidad de sustancias capaces de concebir por ellas mismas soles de todos los tamaños; y éstos, a medida que se van conformando, atraen más y más gas.

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Por ejemplo, la enorme nube molecular B2 de Sagitario concentra tanto gas como para formar tres millones de soles como el nuestro. Y nuestro olfato, como sucede con las sustancias gaseosas, sería capaz de detectar bastante. ¿Por qué? Porque gran cantidad de estas nubes gaseosas están formadas por compuestos orgánicos.

 

Otro ejemplo: la nube molecular 1 de Tauro, a unos 450 millones de años luz de la Tierra, huele a almendras amargas, debido a la presencia de benzonitrilo, una molécula aromática rica en nitrógeno, hidrógeno y carbono, procedente de la transformación del cianuro. Si moviéramos la sonda hacia la nube interestelar de Orión, notaríamos un olor muy penetrante, con ciertos toques de almendra y con residuos de bebida alcohólica. El primero de estos aromas se debe al formaldehído, que en alta concentración puede resultar muy intenso. El olor de almendras, otra vez, se debe a compuestos derivados del cianuro, pero no como el benzonitrilo, sino asociado al hidrógeno.

Otra representante notable de las nubes de este tipo se encuentra junto a la constelación Aquila, que huele a puro alcohol. Esta nube mide unas mil veces más que el diámetro de nuestro sistema solar, y en ella se concentra la mayor cantidad de etanol jamás detectada en el universo. Con tanto etanol se podría celebrar el Oktoberfest de aquí a la eternidad, y no digamos cada año, sino diario, con trescientos tarros por cabeza, y a lo largo de un billón de años. ¿Qué tal?

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