Revista bilingüe mitt Zweisprachiges Magazin Fundada como Mitteilungsblatt en 1932

Mayo 2020 / No. 696   Mitt

Manos limpias, el pilar de la salud

Una de las recomendaciones de salud impartidas por la OMS es lavarse las manos constantemente para reducir la transmisión del nuevo coronavirus.

Sin embargo, esta noción nació gracias a las investigaciones del doctor Ignaz Semmelweis, un obstetra húngaro, y a los beneficios médicos que de ellas se derivaron.

 

En las redes sociales aparecen simpáticos videos de actores, cantantes y otras personas célebres que recomiendan y enseñan los pasos para lavarse muy bien las manos con el fin de evitar el contagio. Uno de ellos muestra a un tipo obsesivo que nunca queda seguro de que ya se lavó perfectamente las manos, y se las vuelve a lavar una y otra vez porque accidentalmente toca la manija de la puerta del baño, o toca la llave del lavabo o toca el espejo; un cuento de nunca acabar.

 

Pero ese es el caso extremo, una exageración de algo que debe ser un hábito en estos tiempos de pandemia. Por cierto, lavarse las manos fue una de las grandes aportaciones que instituyó Ignaz Semmelweis, quien hace 150 años, adelantándose a los hallazgos de Louis Pasteur (con su teoría del germen) y de Joseph Lister (con la antisepsia sanitaria en cirugía), logró descubrir la naturaleza infecciosa de la fiebre puerperal.

 

Una vida entregada a descubrir la verdad

 

Ignaz Philipp Semmelweis nació en Buda (actual Budapest) el 1 de julio de 1818. Fue el cuarto de diez hermanos. Sus padres construyeron un almacén, donde fue su domicilio, que con el tiempo se convirtió en una compañía comercial. En la actualidad es la sede del Museo Semmelweis de Historia de la Medicina.

 

De niño, Ignaz fue educado tanto en húngaro como en alemán. Ya de joven empezó a estudiar derecho, pero una ocasión que estuvo presente en una autopsia se sintió llamado a convertirse en médico, y en 1846 terminó su especialización en obstetricia. En aquella época, el Hospital General de Viena era el más grande y más famoso del mundo. Contaba con dos clínicas de obstetricia: una para enseñar a los estudiantes de medicina, y la otra para formar a las matronas.

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El mismo año de su especialización, Ignaz fue nombrado ayudante del director y jefe de residentes de la Clínica de Maternidad del Hospital General de Viena. Fue ahí donde investigó las muertes por fiebre puerperal. Ésta era una grave enfermedad que afectaba a las mujeres durante el parto, por la cual llegaban a fallecer anualmente hasta 700 mujeres. Los médicos de entonces atribuían la alta mortalidad a los aires nocivos; inclusive hicieron numerosos agujeros en los muros y en las puertas de los hospitales para mejorar la ventilación, aunque fue en vano.

 

Suciedad en todos los rincones

 

En realidad, los quirófanos estaban tan sucios como los cirujanos, quienes eran muy descuidados. Las mujeres embarazadas, sobre todo las que sufrían desgarros vaginales durante el parto, eran las más afectadas: sufrían escalofríos, dolores de cabeza, y en cuestión de días fallecían.

 

Los médicos achacaban las muertes al frío, a la humedad, al hacinamiento y a la ansiedad de las parturientas. Sin embargo, Ignaz advirtió que había diferencias entre las dos clínicas obstétricas del Hospital General de Viena. La tasa de mortalidad de la clínica supervisada por los estudiantes de medicina era tres veces más alta que la destinada a las matronas. Hizo anotaciones y recopiló datos estadísticos de ambas salas. Descubrió que muchas mujeres contraían la fiebre antes de dar a luz; que la infección siempre surgía en el útero; y, lo más importante, que los alumnos que examinaban a las pacientes acudían de sus prácticas con cadáveres sin haberse lavado antes las manos, y en esas condiciones exploraban a las parturientas. En cambio, las matronas no realizaban estudios forenses. A Ignaz se le ocurrió que quizás los estudiantes transportaban en sus dedos la infección que trasladaban de la sala de anatomía a las futuras madres, y propuso algo muy simple: lavarse las manos.

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No obstante, la dirección del hospital rechazó su sugerencia. Además, sus colegas se sintieron ofendidos y pidieron que Ignaz dejara su puesto. De hecho, lo echaron. Pero al año siguiente, un médico amigo suyo murió tras sufrir un corte accidental en una autopsia. Ignaz comparó los síntomas de su amigo con los que sufrían las mujeres en el hospital y encontró que eran iguales. De ese modo tuvo la evidencia que confirmaba sus sospechas “de que los dedos y manos de los estudiantes y doctores, sucios por las disecciones recientes, portan venenos mortales de los cadáveres a los órganos genitales de las parturientas”, como anotó en un escrito.

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La contundencia de los datos

 

Desde mediados del siglo XIX, a Ignaz Semmelweis, pionero de la antisepsia, se le debe el haber salvado la vida de incontables parturientas. Sin embargo, en su época no fue tomado en serio por sus colegas, quienes se negaron a aceptar sus observaciones, a pesar de que estuvieran basadas en datos estadísticos (por primera vez en la historia).

 

En la Viena imperial de entonces, los médicos nunca le perdonaron sus advertencias públicas para que las mujeres no fueran atendidas en los hospitales por el riesgo de morir por fiebre puerperal, conocida también como la fiebre de las parturientas. Para rematar, Semmelweis los acusó de “asesinos”, con lo cual sus colegas nunca habrían de reconocer sus aportes. La única obra en la que Semmelweis resume su experiencia se publicó en 1861, Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal.

Uno de sus biógrafos, Frank Slaughter, llega a suponer que las tremendas experiencias que Ignaz sufrió “destruyeron su mente” y lo convirtieron en “un mártir de la estupidez del mundo”; además, “los largos años de controversia, la amarga frustración sufrida, el recuerdo de las pacientes que vio morir, primero por no poder descubrir por qué morían y luego porque sus colegas no podían entender los simples principios que él propuso para evitar las muertes; todas estas cosas fueron cargas demasiado grandes, que pudieron haber destruido la salud de cualquiera”.

 

Ignaz Semmelweis falleció el 13 de agosto de 1865, a los 47 años. Hay varias teorías sobre su muerte. La más socorrida es que en un arranque de locura él se cortó a sí mismo y la herida le produjo la temida fiebre contra la que combatió durante toda su carrera. Otra, sin embargo, mantiene que esa lesión fue accidental.

 

El aporte de Semmelweis a la obstetricia y a la medicina en general no ha sido superado aún, ni siquiera por los avances de las nuevas tecnologías genéticas de los recientes años del siglo XXI. Después de su muerte, la historia ha valorado justamente a este médico. Su vida fue, como dicen sus biógrafos, “la de un hombre que luchó con entereza y sin vacilación por sus ideales y convicciones”.

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